Zorba el griego existió. El famoso personaje de Kazantzakis, que interpretó genialmente Anthony Quinn, fue un hombre tan real como su autor y su intérprete, e incluso más real, si medimos la realidad de un ser por su intensidad vital.

Zorba, el danzante, el Zarathustra griego, el amante impúdico de la vida, que celebraba por igual la vida y la muerte, el bien y el mal, el éxtasis del amor y de la guerra, la embriaguez del vino y la vigorosa lucidez del trabajo... Existió. Su sangre no era de negra tinta, ni su cuerpo tenía la consistencia algodónica de los sueños. Habitó bajo este cielo; transitó por esta misma tierra por la que nosotros vagamos como fantasmas sin memoria y sin pasión.

Las estrellas que vemos lo vieron pasar; el sol que veneramos tomó de Zorba algo de su calor para sobrevivir un poco más en el gélido espacio; y una noche, la luna lo vio bailar bajo su ojo de estatua largamente, elásticamente, y el astro de los melancólicos sintió envidia de aquel que era indiferente a su influjo nefasto: “¿quién danza allí abajo, en la triste tierra de los mortales, en soledad y durante tantas horas? ¿Un brujo? ¿Un demente?”... No; era Zorba, el fauno, el minero, el soldado, el amante, el obrero, el barquero, el poeta, pálido de sentirse tan divino, risueño de saberse tan humano, demasiado humano... Y el mar, sobre todo el mar, lo conoció y amasó en su seno mil días: al amanecer, al atardecer, a medianoche, al mediodía, bajo el sol ardiente de Creta y de Turquía. El mar fue su elemento, y siempre que Zorba pudo, huyó del trabajo, o de los brazos de su amada, o del abrazo feroz de la guerra, y se zambulló en las olas para recoger en su pecho el impulso marino y hacer de él hambre de amor. Del mar tomó este energúmeno amable la sal de su ingenio, la espuma de su ira vital, el yodo de su libido; y del mar aprendió que la vida es un eterno vaivén, y que ese vaivén es el corazón discorde del mundo, en el que cada latido es una provocación, y cada pausa un abismo del que la vida resurge nueva y desafiante, como hembra fatal.

Nikos Kazantzakis amaba a este hombre al que contrató cierta vez para explotar la mina de estaño de un tío suyo. El emprendimiento fue un fracaso, porque un poeta y un hombre libre carecen por igual de ambiciones económicas y de sentido práctico; pero Nikos, el hombre de letras, que sabía del mundo y de la vida más por los libros que por él mismo, ganó en sabiduría al conocer al fin a un hombre completo, cargado de vivencias, que a nada temía, y que con un mismo espíritu bebía hasta caer medio muerto, o filosofaba hasta el amanecer valiéndose tan sólo del libro único de su experiencia. Y cuando este hombre sentía que su inteligencia había llegado a su límite, y las palabras eran ánforas pequeñas incapaces de contener un océano de sentido, las rompía entonces sobre sus rodillas con un grito de júbilo, y se disponía a danzar para acabar de explicar con el cuerpo lo que la razón no había alcanzado a expresar con sonidos articulados: “Mire, patrón -le decía entonces a Nikos- no sé ya cómo explicarle esto que quiero decirle, soy un hombre ignorante... No se lo puedo decir con palabras, pero... ¡Se lo puedo danzar!”, y de un salto se ponía a bailar como un poseído, a dar vueltas como una peonza, emitiendo sonidos guturales y encarnando en sí al primer hombre. Y bailaba y bailaba hasta caer exhausto; y luego: “¿Ha comprendido, Patrón?”, le decía entre jadeos; “Sí, he comprendido”, gemía Nikos avergonzado de su impotencia, mientras se imaginaba a él danzando de un mismo modo, y sintiendo al punto que con imaginarlo era suficiente, y que él había nacido más para contar que para cantar, y para embriagarse de fantasías que de vino griego. Zorba tenía alma, pero un alma corpórea; o cuerpo, pero un cuerpo transido de alma; en él materia y espíritu no estaban disociados, y era esto lo que el autor de La Ultima Tentación admiraba sobre todo. Pero aunque lo admiraba, no siempre lo pudo imitar.

Cierta vez, mucho tiempo después de que ambos amigos trabajaran en la mina, Nikos recibió una carta de un lejano país. Era de Zorba; en ella, el hombre de espíritu libérrimo no le contaba de una nueva esposa, ni de un nuevo oficio, ni de la última guerra en la que se había enrolado como mercenario; tampoco le contaba esta vez que su novia había muerto, y que “había hecho bien” si esa había sido la voluntad de su cuerpo enfermo; ni que había llevado a un hijo suyo a un monte para que este aprendiera de las fieras salvajes la ardua lección del instinto. Nada de eso. La carta trataba de otra cosa muy distinta. Era una invitación.

Zorba lo invitaba a Nikos a que dejara todos sus compromisos, y viajara sin demora al país donde él se encontraba, para que pudiera ver con sus propios ojos un descubrimiento extraordinario que había hecho. ¿Cuál descubrimiento era ese que exigía el viaje impostergable de Kazantzakis?... Una piedra verde. ¿Una esmeralda de incalculable valor?... ¿Una piedra jade?... No. Una simple y tosca piedra, pero dotada de un color verde como Zorba no había visto jamás.

Suele pensarse al color como un esmalte, como una pátina de las cosas, pero hasta un pintor mediano sabe que esto no es así. El color es alma y es luz. Es verbo y es palpitación; es esa energía de la materia que hace visibles las cosas que miramos. El color es expresión, manifestación, exteriorización de algo esencial, y por eso es la cosa misma: su interioridad más íntima e inalienable. El pintor de genio no dibuja con el pincel un contorno y luego colorea la figura, sino que hace nacer el contorno del seno del color: va de adentro hacia fuera y no de afuera hacia adentro, y ese “adentro” surge del corazón mismo del color como nace el roble de su semilla...

En la naturaleza, un color no puede apreciarse independientemente del objeto en el que ese color luce, y por eso es que Zorba valora esa piedra verde como a una esmeralda. Esa piedra era preciosa por el tipo de luz que irradiaba, y esa luz era el pálpito visible de un corazón recóndito; la piedra, pues, era única por llevar su alma así tan a flor de piel... Y repárese en esta frase, y ya pronto vuelvo a mi anécdota: cuando se dice “a flor de piel” se habla de algo interior que se muestra en el exterior; de una superficie que es interioridad manifestada, o sensibilidad manifestada; de una interioridad luminosa que ha “aflorado” para hacerse visible, y ha convertido a la superficie en fondo, y al fondo en superficie, al cuerpo en espíritu y al espíritu en cuerpo, tal es precisamente la gloria y naturaleza de una flor. Toda la belleza de una flor radica en ser toda ella su color, su luz, su alma desnuda, y por eso los medievales compararon felizmente a la mujer con una rosa, antes que con otro prodigio de la Natura. “Mientras que el hombre lleva el alma en el cuerpo -dijo un poeta-, la mujer lleva el cuerpo en el alma”... Porque en la mujer, su exterioridad es su alma; su cuerpo es su desnudez; su desnudez es su belleza. Y esto vale tanto para la flor, para la mujer, para el arte, como para el niño sin máscaras... ¿Una flor es toda ella su color? Sí, y el rubor de la virgen es la virgen toda, y los ojos verdes de las Urís (las mujeres bellísimas del Paraíso musulmán) son el mismísimo Paraíso mirando a sus elegidos por toda la eternidad... Y aún deducimos que todo objeto dotado de un color purísimo, es flor y es estrella, es obra de arte, y es inocencia que no viste disfraces para aparentar.

Zorba no sólo había hallado una piedra verde. Había hallado un Paraíso que lo miraba; una estrella ínfima que le latía desnuda en las manos; una flor de extrañísima especie, sin otro tallo que la ruda mano que la sostenía, ni otro perfume que la insinuación de su rara belleza. Pero había hallado algo más: un espejo de sí mismo, porque también él, como esa piedra verde, llevaba su alma a flor de piel... Zorba, entonces, al invitar a Nikos a hacer un gran viaje para ver esa piedra, lo invitaba indirectamente a que viajara para verlo a él mismo.

Cuando mostramos a un visitante algo muy nuestro, ¿no pretendemos darnos a conocer a través de eso que orgullosamente ostentamos, trátese de un cuadro, un libro antiguo, una estatuilla, o el movimiento de una sinfonía? Lo que Zorba le decía a Nikos en su carta, era: “Deja todo amigo mío, y ven a verme, he encontrado una piedra verde que habla de mí, y sólo contigo puedo compartir esta materialización de mi esencia”. Es igual que si un guerrero samurai invitara a un amigo, guerrero como él, a ver una espada antigua que halló en un viejo baúl, cuya hoja bruñida reluce como una constelación... ¿Qué estaría sugiriéndole el samurai a su amigo?: “Ven a ver mi rostro espejado en la hoja de esta espada, y sabrás quién soy”, pero también: “Sólo tú, amigo del alma, sabrás reconocer tu rostro en este espejo ideal”; así como Zorba pudo haber dicho: “También tú, Nikos, al mirar esta piedra verde, te sentirás mirado por este verde ojo de Urí celestial, y serás feliz”...

Pero no sólo esas puras intenciones laten en la misiva de Zorba. También el muy sátrapa está poniendo a prueba el espíritu de aventura de su amigo poeta: “¿Eres capaz, Nikos -insinúa en su carta, provocativo-, de dejar todas tus mezquinas obligaciones, y hacer un largo viaje sólo para venir a ver una piedra verde que he encontrado y quiero mostrarte?”, que es igual a decir: “¿Aún estás loco, buen amigo, o te has convertido en un pequeño burgués esclavo de sus pequeñas obligaciones, sin capacidad ya de arriesgarlo todo para salir a conquistar la belleza del mundo?”, palabras que en el corazón de un griego genuino resuenan de este modo: “¿Eres capaz de dejarlo todo, familia, hogar, terruño, placeres y lujos, para venir a Troya a rescatar a la bella Helena, que ha caído en brazos de un indigno raptor?”...

Pero Kazantzakis no fue al encuentro de Zorba, y jamás conoció la tan singular piedra verde (por una vez al menos, el insuperable autor de Libertad o Muerte le fue infiel a su genio). Años después, no obstante, el cretense compensó su falta dedicando una novela a la personalidad de su amigo entrañable, para que los hombres se imbuyeran del espíritu de aquel que, por su insaciable amor a la vida: “debería haber vivido mil años”.

¿Y la piedra verde?... Creemos que Zorba, luego de contemplarla un tiempo a su placer, la arrojó al mar sin tristeza, porque a nada debe aferrarse el hombre que ama la libertad. Zorba, además, sabía que quizás una tarde, caminando por una playa de oro, el mar podía volver a ponerla a sus pies más pulida, más limpia, y más verde que antes, porque todo lo verdadero retorna un día con la fuerza y belleza del amor recobrado. Y aún nos place imaginar que tal vez Zorba, en otra esfera, volvió a invitar a Nikos a ver ese verde prodigio, y que el amigo acudió sin vacilaciones, tomó la piedra en sus manos, y entró al Paraíso por la puerta de esa mirada de Urí celestial.

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Sebastián Dozo Moreno - Escritor,
profesor de Filosofía y Literatura,
colaborador permanente del diario
“La Nación”.

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